domingo, 31 de agosto de 2008

C a m b i o s

Aparentemente en una estación central pueden suceder más cosas de las que uno imagina. Tal es el caso de la estación central de Brasil, o más bien, lo que muestra la película que alude ella.

Dicen que cuando tenemos hijos estos nos cambian a nosotros. Bueno, en el caso de la protagonista del filme, no hizo falta tener uno para atravesar un cambio, pero si necesitó cuidar accidentalmente a uno para ser otra persona.

Isadora, era una profesora jubilada que se ganaba unos reales escribiendo cartas en la estación central para las personas analfabetas que buscaban comunicarse por correo con algún ser querido, o no. El punto es que su vida se basaba en juzgar a las personas y en decidir si las cartas llegarían a destino o si serían echadas al tacho de basura.

Como ya se visualiza, era una mujer sola, llena de impulsos negativos que se mantenían firmes hasta la aparición del pequeño Josué.

Los Valores morales y la sutileza cuando se habla con un pequeño, suelen ser fundamentales a la hora de determinar la bondad Y la relación que posee un ser humano con los otros. En este caso, Dora parecía no tener ni lo uno ni lo otro, y en esto me detengo.

Quizá la soledad a la que estaba acostumbrada sólo le permitía pensar en el prójimo como se piensa a un objeto. O tal vez, su falta de cariño en la infancia logró convertirla en una vieja amargada.

Ilusionar a las personas con llevar una carta a destino, no enviar la carta que pide un niño para encontrar a su padre sabiendo que su madre ha muerto y está solo, mentir constantemente para justificar sus malas acciones, vender a un niño desprotegido para comprarse un televisor Y robar comida de un almacén y negarlo. Todas esas cosas no se hacen, pero cuando sólo se cuida la sombra que uno produce y el aire que uno respira, es probable que si se tienen estas costumbres la posibilidad de cambiarlas sea escasa.

Para la suerte de Isadora, el pequeño llegó inesperadamente y cambió sus costumbres o al menos hizo que sintiera culpa de hacerlas, obligándola a revertirlas, incluso poniendo en riesgo su vida (como cuando va a buscar al chico y lo lleva a conocer a su padre).

De este modo, es indudable que la presencia de un niño, sea o no de uno, modifica nuestra forma de pensar y nos obliga a meditar sobre nuestras acciones, porque indefectiblemente modifican las del otro, hasta la sensación de creer que lo más conveniente - como en este caso- es dejarlo junto a su familia, aún logrando cambiar gracias a él y llegando a quererlo.