martes, 20 de mayo de 2008

Viajar, interesarse y fotografiarse


"Viajar-digo: viajar- sería también el esfuerzo de interesarse en cosas perfectamente ininteresantes: creerlas atractivas. Y fracasar muy a menudo en el intento"

"Hemos comprendido: cada cual compone frente a la lente la imagen de si mismo que quisiera"

..."quien simula una sonrisa que tan barato durará años y años"

Caparrós, Martín, El interior.

En mi familia tuvimos muchas épocas, sobretodo, épocas de viaje. No se trataba de ir a la costa y quedarse mirando al bañero. tampoco me refiero a cambiarme de casa con la misma frecuencia que un gitano, esta vez, se trataba de agarrar el auto y viajar, ¿a donde? no sabíamos, apenas teníamos en claro que íbamos al sur de chile y con eso nos bastaba.

Mamá siempre nos decía que teníamos que hacer algo diferente, que lo divertido estaba en conocer lugares nuevos, que un viaje al sur, con todos los ríos, puentes y cerros que esto implica, seguro era divertido.

El trayecto te invitaba a pensar, o al menos a mí me daban ganas de hacerlo, porque Seba,

Marina y Lore-mis hermanos- aprovechaban el momento para dormirse sobre el hombro del otro, mientras yo, pegada a la ventana, miraba los viñedos, interminables parrales de uva secos por la fuerza del sol, y me preguntaba, qué tenía de divertido aguantar el calor en un Fiat duna con la ventana cerrada para que no entre la tierra.

Pasaron 6 horas y supongo que a todos se nos fueron las ganas de lo nuevo. A papá le molestaba la rodilla de Seba en su espalda y por otro lado con Mari empezamos a decir tres palabras que suelen enervar a cualquier conductor: “¿papá cuanto falta?”.

El tema es que no sabíamos cuanto faltaba, porque no sabíamos a donde ir, algo que escapa a lo común, pasa que la necesidad, o más bien costumbre de programarte la agenda, te permite cierta intolerancia a lo nuevo, al viaje inesperado. Por eso, como recurso para calmar nuestras ganas de un Parque de la costa con tres horas de fila pero con 4 minutos asegurados de diversión (cosa que no podía ofrecer el viaje, “diversión asegurada”) mamá nos dijo: ¿a qué lugar les gustaría ir?

- y…uno que tenga cerca un lago o un río

- o que tenga mucho verde

-un camping que tenga de todo ma’.

Entonces buscamos, el primero que visitamos tenía pileta, pero estaba lejos de todo- quizá por eso la pileta- así que nos fuimos en busca de otro y ahí es en donde el viaje toma la emoción que esperábamos. “bullileo”, así se llamaba el camping, dejamos las cosas y después de muchas estacas Sebastián y papá pusieron la carpa.

En familia, nos fuimos a explorar, qué lindo que es sentirse un aventurero, tal vez eso deba ser el viaje, una aventura. Por más simple que parezca caminar entre canelos y flores silvestres, ver al costado un río angosto con piedras atravesándolo y fijar la mirada en el único camino que conduce a la represa oculta, acompañado de un cartel que dice claramente: “peligro, no cruzar el puente” toma un aspecto emocionante. Sobre todo hacer lo que te pone en riesgo, como cruzar el puente, que de peligroso con el tiempo, no tenía nada, aunque en su momento el agarrarse de una cuerda y asegurarse de pisar en donde sí había una tabla de madera movediza parecía peligroso. la cuestión es que todo debe ser perfectamente atractivo, interesante y desafiante, eso es lo que busca todo viajero.

Fueron dos semanas de pura admiración. El viaje te propone agarrar la filmadora o participar del momento. En nuestra ambición de hacerlo todo, como buenos turistas, hicimos ambas y la verdad es que son más las veces que recuerdo el viaje, que las que me siento a ver lo que vivíamos en ese momento. Por eso me resulta penosa la gente que necesita atravesar los recuerdos con una foto, con una filmación. Dichosos los que recuerdan con anécdotas y charlan de ellas o mismo las reservan para si. Una foto, por lo general carente de toda espontaneidad existente, en donde como dice caparros se "simula una sonrisa que durará años y años" no es más que una farsa, el viaje que no se tuvo, el que se aparentó vivir y viajar por las apariencias además de caro es lamentable.



viernes, 2 de mayo de 2008

Cycling Cronicles: Landscapes the Boy Saw (Crónicas ciclistas: Paisajes que vio el chico)

En tiempos posmodernos, el arte y los alimentos de la canasta básica, parecen ser un lujo que no está al alcance del público humilde. Sin embargo, el BAFICI, organizado por el Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, se ocupó del primer asunto en cuestión. La venta de entradas de esta décima edición, estuvo, como todos los años, a precios casi “regalados”. Para ser más exactos, cuatro pesos presentando la libreta universitaria y seis pesos la entrada que prescinde de la misma.

Del ocho al veinte de abril, se pudo disfrutar del mejor cine independiente local e internacional a cargo del BAFICI (Buenos aires festival internacional de cine independiente) en las distintas sedes adheridas al evento.

El abasto, no podía estar fuera, así que hizo espacio en el Hoyts para dar lugar a Crónicas ciclistas: Paisajes que vio el chico.

El quince de abril, nos abrazaba un hermoso día soleado y mientras yo decidía a qué película dedicarle algo tan valioso como el tiempo, divise un cartel que parecía iluminarse para mí: Cycling Cronicles: Landscapes the Boy Saw 13:45 horas. Bastó revisar la sinopsis que ofrecía el cuadernillo de color celeste que tenía guardado en la mochila, para comprender que la película me calzaba como anillo al dedo. Inmediatamente hice la fila y comencé con mi rutina fatalista de creer que nada podía ser tan bueno y que seguramente las entradas estarían agotadas, pero no fue el caso.

Entrando a la sala doce, busqué la mejor butaca posible hasta recordar que casi todas en el Hotys, a excepción de las primeras, son las mejores. Mientras me iba acomodando, una empleada del BAFICI anunciaba que Wakamatsu, el director, pensaba presentar la película ese mismo día, no obstante, era un hombre mayor, había descendido del avión pocas horas antes del mediodía y se encontraba muy cansado como para presentarla. Después de esto, las luces comenzaron a bajar su densidad lentamente y con ellas el ruido de los celulares apagándose logró producir una semi-orquesta.

Luego de publicidades, adelantos, agradecimientos y auspiciadores la película comenzaba. Lo primero que se vislumbraba era una catarata de imágenes: una montaña nevada, la costa de Tohoku, varias rutas, el desierto y una bicicleta. Todas en diferentes fotogramas que pertenecían a momentos distintos pero que formaban parte de la historia de un mismo personaje: un joven asiático de pelo negro, delgado, de clase media y con 17 años, del cual hasta ese momento, sólo se sabía que viajaba en bicicleta, en dirección al norte.

La mirada del adolescente parecía perturbada de recuerdos y los mismos se mostraban brevemente como un flash back cortado y confuso.

Su silencio comunicaba más que cualquier palabra y los pedales nos enseñaban lo buscaba: alejarse, huir. A toda velocidad se dirigía al norte, con el fin de encontrar la paz que necesitaba a causa del crimen que se reconstruía a través del pasado mostrado toscamente: él había matado a su madre.

A partir de mi deducción, hecha a los veinte minutos de empezada la película, y no muy difícil de realizar por cierto, sólo me quedaba averiguar cómo la había matado, y si acaso, estaba arrepentido.


El viaje mostr
aba un aspecto liberador, pues el adolescente pedaleaba a todo pulmón, alejándose cada vez más de la zona del crimen cometido, llevándose el frío por delante, reflexionando en la orilla del mar, jugando al Game boy y topándose con personas que dejarían su dialogo plasmado en la pantalla.



Por momentos, se bajaba de la bicicleta y contemplaba el paisaje
que tenía por delante, como la montaña nevada que se mostraba imponente, para después, volver la mirada hacia atrás, en donde estaba su pasado, muy parecida a la misma mirada de los inmigrantes mexicanos cuando cruzan la frontera, si es que Bush no se interpone.

Llegando a una calle angosta y comercial, el chico se perdía entre la muchedumbre mientras el ruido fónico y los escasos efectos especiales aturdían hasta ser reemplazados por el sonido musical de un cantante asiático, que decía exactamente así: “¿por qué sigue con la multitud?... ustedes son sólo paisajes”. La música se intensificaba con la imagen de un cuervo comiendo basura al mismo tiempo que las personas cruzaban la calle como una estampida y la idea de un mundo agresivamente capitalista y carente de fraternidad alguna, cruzaba por mi mente.

En un restaurante del mismo lugar, un grupo juvenil comentaba las noticias que ofrecía el diario local, entre las mismas, se encontraba una seguidilla de casos en los cuales, los adolescentes, mataban a sus padres. Al instante se planteaba un debate intenso sobre los motivos que podían conducir al crimen, entre estos, los chicos argumentaban que los padres se habían vuelto insoportables al punto de ser lógica esta imperdonable acción. A todo esto, yo me preguntaba si en Japón no existía el dicho: “más malo que pegarle a la madre”.

El adolescente fugitivo seguía su camino pasando por un túnel largo y oscuro. En ese momento la sensación de soledad, de no saber a donde ir, podía llegarle a cualquiera. La música tomaba protagonismo y nuevamente cantaba nuestro asiático desconocido: “no tengo lugar donde quedarme…de nada sirve correr…yo corro porque quiero correr”. Un coche fúnebre pasaba por la misma ruta que el pequeño y las rosas que adornaban el techo de los autos que lo cortejaban, mostraban la perdida de un ser humano.

La imagen difusa de una mujer asiática vestida de negro invadía la escena y el cuarto de una habitación hacía pensar que la mujer era su madre y que la habitación formaba parte de su hogar. Recuerdo que la sensación que generaba en el espectador, o al menos en mi, era una lastima profunda, el pequeño no decía estar arrepentido, pero sus recuerdos demostraban una culpa inmensa y no se veía en él, al típico chico rebelde y agresivo que en un acto de locura cotidiana terminaba por matar a su madre, sin embargo, el fin era el mismo, él la había matado con un bate de béisbol y sacando este sanguinario crimen de por medio, su mirada perdida no te permitía juzgarlo, más bien te inducía a tratar de comprenderlo, por difícil que fuera.

El personaje se detuvo un momento, bajo de la bicicleta y entabló una interminable conversación con un anciano que le hablaba de la guerra, de lo poco que dejaba vivo una vez terminada y de la angustia que le generaba pensar como se olvidaba el patriotismo y era cambiado por los intereses personales. Sus últimas palabras luego de un discurso político intenso le recomendaban al joven aprovechar su juventud, viajar hasta donde pudiese en bicicleta y no perjudicar con sus acciones al prójimo. El chico, con la cabeza mirando al suelo, parecía recordar una vez más, el error que había cometido.

En definitiva, con el correr de la cinta, el japonés pasó de ser un victimario a ser una victima del sistema de estos tiempos. Nunca explicó porque la había matado, ni dijo estar arrepentido, pero bastaba verle el rostro para sentir en carne propia el remordimiento que tenía. A esta altura, me atrevería a decir que el chico sólo reflejaba y explotaba la agresividad del sistema imperante, en donde los valores, el afecto, la contención y el raciocinio, fueron a parar a los billetes y no a la familia.